sábado, 1 de junio de 2013

Cuento: la vida, el amor por los animales y Schopenhauer
Al atardecer de un sábado en unas urgencias hospitalarias de una gran ciudad, una chica joven estaba en la sala de espera haciendo tiempo. Debido a su trabajo como profesora en la Universidad, leía un artículo de investigación que tenía que corregir para una revista inglesa. Como el artículo era un tostón, lo alternaba con una revista sobre la vida de Charles Dickens. De vez en cuando levantaba la cabeza y prestaba atención a lo que ocurría a su alrededor.
Observaba a un grupo de personas, tres matrimonios, bien vestidos que había visto días atrás en la planta de internados de neurología en la zona de los ictus cerebrales. Sabía, porque hablaban alto, que el padre de dos de las señoras y de uno de los señores, después de darle de alta en el hospital, había tenido de nuevo un problema cerebral grave y le habían ingresado en urgencias. Curiosamente a ninguno se le veía apesadumbrado, discutían sobre lo que harían en caso de fallecimiento del padre, con las propiedades que dejaba. El señor, había tenido durante muchos años una farmacia cercana al hospital, teniendo por tanto muchos clientes y ganando mucho dinero. La profesora había oído hablar de él a su padre que también estaba ingresado en el hospital por un problema cardíaco. Le había comentado su padre, que el farmacéutico y su mujer (que había muerto hacía solo dos años y que durante muchos años había ido en una silla de ruedas) eran un matrimonio que siempre paseaban juntos por el barrio con un perro gris oscuro, de tamaño medio, lanudo con cejas y bigote muy poblados, un perro callejero. Se decía que era un matrimonio muy unido y desde luego, así se les veía.
Después de las propiedades y el dinero, el tema objeto de mayor discusión entre los “herederos”, era que hacer con el perro. Lo habían traído en el coche de una de las hijas y no lo quería nadie. Lo habían dejado fuera atado en un banco del aparcamiento. En el exterior de la sala de urgencias hacía frio y de vez en cuando caía una ligera llovizna.
Ya era de noche cuando una ambulancia con todas las luces puestas y haciendo sonar las sirenas, entro en el pasadizo del hospital que comunica con la zona admisiones en camilla. Había habido un accidente de coche y traían a un chico joven en estado muy grave, con fuertes golpes en la cabeza y rotura de huesos. Le acompañaba su mujer, que se quedó, porque así se lo indicaron, en la sala de espera. Eran gitanos. La mujer María, casi una niña, comenzó a contar a la profesora su vida. Estaba muy nerviosa y alterada y necesitaba desahogar. Su marido regresaba a casa del trabajo como vendedor ambulante de ropa por los pueblos; muchas horas de trabajo pero al menos con lo que ganaban podían vivir, de mala manera, pero vivir honradamente, que era como quería vivir Antonio su marido. La gente de la sala de espera las miraba a ellas y a un novelón venezolano que daban en una tele de plasma que estaba puesta a todo volumen.
Llamaron por los altavoces para que María pasara a un despacho dentro de urgencias donde le recibirían los médicos para informarle. Aun estando alejado el despacho de la sala de estar, se oyeron los gritos y los lloros desconsolados de María cuando le comunicaron la muerte del marido. No había consuelo para ella. Mientras esperaba en la sala de estar a esperar que vinieran a recogerla los familiares que habían avisado, María entro en una especie de locura, haciendo culpable al mundo por lo que le había ocurrido. Insultaba a la gente que cuando entraba en la sala la miraba de reojo y le hacían, sin hacerlo, el vacío. Solo hacía caso de su nueva amiga la profesora.
Se acercó un guarda jurado de una empresa de seguridad del hospital (veterano, alto, barriga cervecera por encima del cinturón, piernas muy delgadas para soportar el tronco, cabeza pequeña, por dentro y por fuera, pelo engominado y presumido) que haciendo valer su autoridad ante el público que le observaba, le dijo a María que si no se moderaba la echaba a la calle. De poco sirvieron las explicaciones y las quejas de la profesora por el comportamiento chulesco de la autoridad. El guarda de seguridad con la ayuda de otros guardas de seguridad becarios, echaron a María a la calle sin más. Después de realizar la hazaña, el guarda jefe y los becarios de guardia, hicieron el paseíllo triunfal de los estúpidos por la sala de espera, hinchados como pavos.
Cuando la profesora salió a buscar a María la encontró sentada en el banco del aparcamiento, menos mal que había parado de llover, acariciando al perro del farmacéutico y desahogando contándole sus penas. El chucho estaba acostumbrado a escuchar, le encantaba acompañar y que le acompañaran.
Al regresar a la sala de espera por si la llamaban, la profesora se enteró de que a las hijas y el hijo del farmacéutico, les habían comunicado el fallecimiento de su padre y se habían marchado, abandonando el perro. Se lo comunicó a María que seguía con el chucho acariciándole y contándole cosas. Llegó la familia a buscarla y María se despidió de la profesora con un abrazo muy sentido y dos besos y se metió en el coche con el chucho en brazos.
A la joven profesora le vino a la memoria una cita que su padre le había mencionado del filósofo alemán Arthur Schopenhauer: “el cariño por los animales está tan estrechamente unido a la bondad del carácter que puede afirmarse con seguridad que todo aquel cruel con los animales no puede ser un hombre bueno. Sinó hubiese perros no me gustaría la vida”. No se le ocurrió más que darle las gracias a su familia que le inculcaron el amor por los animales, a María la gitana y al perro.